viernes, 14 de octubre de 2011

El Huésped (fragmento)





Por: José Silva


Este relato es para ser leído por los niños y comprendido por los hombres.


   Cuando cae la tarde, los campos se tornan anaranjados y el paso de los pájaros, camino a los nidales, lo enternece. Él, los mira, los sigue; hasta que sus ojos claros los confunde con las primeras estrellas, mientras el leño crispa bajo el hollín de la rama, el bendito alimento de todos los días.
   Esos días que le concilia la esperanza y le agudiza los miedos, que lo ausenta de un recuerdo y lo incurre en un resabio, de postergar cosechas nuevas, temiendo eliminar las horas buenas. Pero la noche no intimida con la densidad del desasosiego ni lo empuja a ser una gracia envejecida, queriendo presionarle el corazón hasta beberle la estima.
   No. Porque a todo lo compra con un claro en el camino y algunos sorbos de tibieza que la brisa le abanica en el medio de un concierto de grillos vivaces y luciérnagas chispeantes. Dulces oleajes de azares y una pequeña poción de ilusiones brillantes, le llega tan vislumbrante como la estrella fugaz que le regala el firmamento, para que la alegría le brote como un manantial y el amor le baile como la cresta de una ola.
   Y entre tantas promesas huecas y esfuerzos sin tregua, la noche lo envuelve con todas sus luces, en un traje de imágenes, que nunca él había visto. Como la fina hilera de humo que el fuego le destila al aire, para que éste le dibuje diminutas nubes azules, y el viento a la chispa avive, para que no deje de crear.
   Cuando, imprevistamente, por el delgado camino del haz celeste, aparece un muchacho. Traía consigo la dulce fragancia que sólo destilan las tardes de verano, íntimo, perpetuo; redimiendo a la tristeza con arroyos risueños y, templando los miedos con vivaces aleteos de pájaros de oro.
   -¿Qué os hacéis cortesano, sin tu escolta real? –preguntó sorprendido el forastero, al verle llegar agitado.
   -¡Dios salve al Rey! –exclamó nervioso el joven cortesano-. Una oveja se os ha extraviado.
   -Cuál al cielo recién una estrella –dijo distendido el buen hombre.
   El joven lo miró palpitante y pensativo, pero sin la sustancia que destila la angustia. Se lo notaba ansioso.
   -¿No habéis oído lo que os dije? –expresó preocupado.
   -No –contestó el samaritano, con la tranquilidad que vocifera el silencio.
   -¡Os qué aréis! –exclamó desorientado aquél.
   -Ten ánimo, cortesano –le intentó calmar al verle afligido-. Ve, siéntate a mi lado. Serénate -Y he aquí, dolido y hambriento, el muchacho, acepta el convite que el gentil forastero le ofrece-. ¿Tenéis hambre? –él asintió tímido, suspirando profundamente -. Pues, ahora, degusta la cena y sacia tu angustia –dijo el hombre, avivando el fuego con un trozo de rama seca-. Os prometo que mañana, listo tendréis el asno, quien nos lo lleve por campiñas y vallados, arboledas y peñascos, poblados y desiertos, hasta saber de ella.
   -¿No véis quiénes sóis? –dijo altivo, mostrando de pie su amplio sobreveste de excelente confección.
   -Sí –asintió aquél sin impacientarse.
   -¿Entonces?
   Un escalofriante aullido de bestias irrumpió el canto de los grillos, empalideciendo hasta el plateado verde de los árboles.
   -¿Y no oíd, cómo allí afuera crujen los dientes de los chacales, aguardando por ti, en la oscuridad?
   -¿Y no teméis, en el medio de la noche, mirando las estrellas?
   -Pues... no –replicó sueltamente.
   -¿Por qué, no?
   -Sencillamente, porque en cada una de ellas vive un Ángel -dijo el convite, sosteniendo la mirada en alto-. Y ellos son el anuncio.
   -El anuncio de qué –sonrió irónico el muchacho.
   Y el rocío brilló con luz propia en millones de campanitas, colgadas de los árboles, insinuando un amanecer de sonrisas claras. El follaje se insinuó encendido, mostrando su agreste afán de asomarse vivo, sin atisbarse en muros ni celdas. Como el tangible sabor de clamarle tiernos charcos de calma, para que la dichosa porfía de un sueño, no se le doblase de frío; ni fuesen sólo pedazos sueltos de agobiantes soledades.
   Sólo que el cortesano debía esperar. Él tenía que aguardar a que el sol de mañana, lo despertase más renovado. De vencerle a la agobiante angustia que le había cegado el espíritu, impidiéndole hallar la razón.
   No así la de aquél, que con sabiduría le respondió:
  -Es posible que aquél que siga el viaje de una estrella fugaz, eche a rodar esperanzado una utopía.
   Hubo un silencio sugestivo, como de seres que esperan voces tibias, que sólo pueblan en brisas encendidas. Pero con la ansiosa sed que traía consigo, y sin romper la simetría de sus afables líneas, ahogó sus raíces, tal como el sol en verano reseca al follaje y madura la vid, sollozando el cortesano:
   -No es justo. No es justo.
   -¿Y qué os es justo, mi señor? -inquirió el sabio-. ¿Hallar a tu oveja y reunirla en el corral con las demás?
   -¡Qué os diré a mi padre! -exclamó, mirando el cielo, como si allí le esperase ella-. ¡Qué os diré!
   Más con el pertinaz empeño de seducirle un sueño, el extraño le aconsejó:
   -Pues, no busquéis en el cielo, lo que mora en la tierra.
   -¿Quién, sóis? –preguntó el joven, con charquitos en los ojos.
   -Yo soy un huésped. Y tú, ¿cómo te llamáis?
   El joven intentó disipar la penumbra y retomar el sendero, para hacer que el denso fango le anticipara un brillo, la rasante luminosidad de golondrinas sueltas que le había caracterizado. Y que a falta de tacto, tuvo que huir repentinamente, engañando a la realeza y violando los códigos de guardia.
   -Yo soy un pastor –y por fin el forastero pudo verle sonreír.
   -De qué otro modo podría llamarse a un cuidador de ovejas, sino pastor –asintió el Huésped-. Ahora entiendo tu afligimiento.
   -No –dijo el Pastor- No entendéis. No podéis entenderlo.
   -Pues, ¿por qué no?
   -Porque sóis un huésped, y los huéspedes son gente de paso.
   Aunque pudo el Huésped verter la lluvia en mil rayos entonces, sereno soltó sus linces sonoros, que mansa la tierra los absorbió, amortiguando el enojo.
   -Es cierto. Tenéis razón –expresó el viajero, apretando en sus puños punzantes gemidos-. Yo soy un Huésped, y tú un Pastor. Pues, entonces, actuemos en consecuencia. Si un huésped os soy yo, debo comportarme como se comportan los huéspedes, mientras dura su estadía.
   -¿Y yo?
   -¿No me decís que eres un Pastor, además de ser el primogénito del rey?
   -Sí.
   -Pues –y los sentidos vibraron en cada partícula de su alma-, supongo, tal lo hace todo aquél que es Pastor y que cumple con las leyes que parten de su padre, nuestro rey. Retomar tu camino, dejando que el azar decida tu destino.
   Un ávido chirriar de cigarras, se oyeron, desde las grietas profundas de la parra; así como un fruto maduro se expresa, con la fuerza que el sol entrega a las siestas. Ningún hálito de miel endulzó el corazón dolido del Príncipe embelesado, solamente el delirio de mojar los paisajes con su peregrinar, anhelando oír aquellos apasionados balidos, aunque más no fuere, en las cúspides de los Alpes gélidos.
   -Está bien –recapacitó-. Haré conforme lo que tú dices, y pondré mi sueño a tu cuidado. Dios os salve.
   -Y tu padre os perdone –lo saludó atónito, sonriendo después.
   Luego, el Huésped, al entornar los párpados le vino el agudo impulso de una quimera, la quimera que absorbe cada gesto dolido del azote, y que la mora los puebla, con soplos y voces encendidas.
   Él también se echó a dormir. Sólo que a él, cuantos granos de arena besan las olas, igual número de estrella le acunó.
   Desde entonces, y en el oreo de la perennidad, ambos recorren el mundo como relumbre y señero.
   Uno en el otro y los dos, en uno.

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