Por: José Silva
En el preciso momento en que nos disponíamos despegar, la llegada de un muchacho, nos detuvo. Se acercó y, obsequiándome una brújula, me dijo:
-Para que nunca te desorientes –sonrió-. Con ella hallarás el objetivo en la vasta inmensidad de ese “País Nuevo” al que te diriges.
-Gracias, amigo –le agradecí.
Luego, vino un vagabundo roto y sucio, y sacando de su alforja un puñado de semillas:
-Un buen explorador necesita estar lúcido y fuerte. El hambre no tiene horarios –me auguró, entregándomelas-. Toma. Siémbralas cuando llegues a tu País Nuevo.
Le agradecí con una reverencia.
Más tarde, llegó un poeta y me entregó un trozo de papel y un lápiz, diciendo:
-Toda palabra escrita es la voz de la memoria. Así como palabra por palabra fue construido el País Viejo, haz que también lo sea ese País Nuevo al que vas. Cultiva otro lenguaje. Sólo toma mi obsequio y siémbralo.
Abrí la alforja y los guardé, ante las miradas húmedas de todos. Cuando de la nada apareció una bella mujer de ojos esmeraldas y boca de miel.
Me incorporé y ella me sonrió. Sus manos estaban vacías, no su rostro que resplandecía de ternura. Nos saludamos con una reverencia, y ella, esbozó:
-Todo lo que tenía te lo di –dijo orgullosa, besando mis mejillas-. Sólo por este beso he venido.
Y me conmoví.
-¿Sólo por un beso has atravesado tanto camino? –le pregunté.-. ¿Cómo es posible?
-Porque no es el beso de despedida el que he venido a entregarte –sostuvo ella.
-Ah, no –dije-. ¿Cuál entonces?
-Es el beso que sólo sabe dar una mujer –dijo-. Es el de los buenos deseos. El que solamente con el corazón abierto te enseña a fabricar felicidad. El beso de la suerte. Que no es el del adiós; si no el que tú deberás continuar dando para que no desaparezcan los amores. Sobre todo, de ese País Nuevo que tú mismo, algún día, construirás –entonces quise guardarlo suavemente en una cajita de cristal.
Al verme:
-¡No, hijo! –me contuvo ella-. ¿De qué sirve un beso oculto en las sombras? Los besos también están hechos de luz. Viven de día. Conviven entre nosotros. Son los reyes del amor. Y allí dentro fallecerá como mariposa en invierno. No permitas que ocurra lo mismo, como con los demás besos que se inmolaron en el País Viejo.
Inmediatamente abrí la cajita y el beso saltó desesperado a tomar aire.
-¿Ves? –me señaló-. No sólo los hombres necesitan ser libres. Los besos también –y el beso se esfumó por los campos donde una vez mi canción escapó.
Y yo:
-Acabas de decirme qué él es un rey –lagrimeé.
-Así es hijo –sostuvo-. El rey de todos los amores.
-Entonces, he matado a un rey –con amargura.
-No, José, no –me tranquilizó-. Has liberado un suspiro de mujer. Le has entregado a la naturaleza el latido de un deseo. Es la suerte la que has echado a andar. ¡Ven, mi entrañable pequeño! El mundo se abre a tus pies, pero no intentes querer abrazarlo ni gobernarlo. Mira que apenas tus brazos cubren la mitad de mi cintura.
-Te extrañaré –le dije apenado.
-No más que yo –orgullosa.
-Y sí... –me interrumpí.
-Igual te habré amado, hijo –sonrió.
-Como a ti yo, madre.
Cerré los ojos con fuerza y me arrojé a los brazos del viento, corriendo colina abajo, alzando vuelo. Desprolijo, tal vez. Pero tan seguro y decidido, como esa lejanía que se vislumbraba detrás de la cálida tarde, esperando mi arribo.