martes, 7 de mayo de 2013

La razón de su vida


Por: Juan Carlos Mortati

Luchadora por antonomasia, revolucionaria por su espíritu desbordante, conmovedora por su sensibilidad sin tregua, amada y odiada con igual intensidad. Secuestrada “post mortem”, siguió siendo un jeroglífico paradigmático para quienes quisieron hacer de su cadáver un trofeo de atemporal y absurda venganza. No habían alcanzado a comprender que Evita ya había penetrado los corazones, los sentimientos y la historia del pueblo de su patria. No fue un capricho del destino, sino que la Historia se valió de la contemporaneidad de su existencia para reparar su deuda con la justicia social.

Eva Perón, como se la conoció en los últimos años; Evita, como “los cabecitas negras”, “los descamisados”, su pueblo, la bautizaron, nació en Los Toldos, Provincia de Buenos Aires, un 7 de Mayo de 1919. “Ella, su madre, Juana Ibarguren y sus cuatro hermanos formaban la familia  de Juan Duarte, que falleció cuando Evita tenía escasos siete años. En esa época, la familia se traslada a Junín, donde Evita permanecerá hasta 1935”.

Con tan sólo 15 años decide mudarse a Buenos Aires, siente la necesidad de conocer otros lugares y proyectar su vida y sus sueños, buscando convertirse en actriz. “Sola, sin recurso ni educación se enfrenta a un mundo hostil, cuyas reglas desconoce”.

  El triunfo comienza a regodearle el corazón. Logra “destacarse como actriz de cierto renombre, pese a la falta de mayores talentos teatrales y encabeza un programa radial de superlativa audiencia en aquellos albores de la radiofonía”.

Pero era otro el escenario que la estaba esperando. En un festival  solidario, en el Luna Park, que la comunidad artística había organizado en beneficio de los damnificados del terremoto de San Juan, en 1944, Eva Duarte tiene la oportunidad de conocer al Coronel Juan Domingo Perón.

Las causalidades históricas comienzan a diseñar páginas de una transcendencia memorables. Dos años más tarde Evita será la esposa del  nuevo presidente electo de los argentinos. A partir de entonces su vida fue un aluvión de realizaciones. Fue el alma vibrante de una transformación social  sin precedentes.

Incontenible en su empuje, indomable en su rebeldía revolucionaria,  desde una ONG, la Fundación que llevó su nombre, tuvo conciencia de su irrenunciable rol. La luces del nuevo escenario tomaron otro recorrido el “del territorio de la patria para ir a ver en cada casa, en cada lugar, el problema que ha de solucionarse de inmediato (…) se inicia la hora de la dignidad por medio de la justicia social”, expresaba Evita al inicio de aquella magnifica obra.

“El trabajo que hacemos no es filantropía, ni es limosna ni es solidaridad, ni es beneficencia. Ni siquiera  es ayuda social, aunque por darle un nombre yo le he puesto ése… Para mí es estrictamente justicia”, expresaba quien decididamente había abrazo la “bandera de los humildes”.

  La Fundación selló con su accionar infinidad de obras a lo largo y lo ancho del país. Fue una tarea sin límites. Se adelantó en la acción a todas las reivindicaciones que posteriormente quedarían enmarcadas en la Reforma Constitucional de 1949. Generó un genuino Modelo de Inclusión social.

“Mi único enemigo es el tiempo”, había manifestado Evita en  su lecho que  la postró hacia final de su intensa carrera, a unas compañeras de la Fundación que la visitaban, “ustedes deben ser ese tiempo que a mi me falta y continuar esta tarea”.

El pueblo que la conoció, el pueblo que la amó, más allá de las argucias del destino, supo que un país distinto era posible. Esa había sido la apasionante razón de su vida.

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