Por: Juan Carlos Mortati
Luchadora por antonomasia, revolucionaria
por su espíritu desbordante, conmovedora por su sensibilidad sin tregua, amada
y odiada con igual intensidad. Secuestrada “post mortem”, siguió siendo un
jeroglífico paradigmático para quienes quisieron hacer de su cadáver un trofeo
de atemporal y absurda venganza. No habían alcanzado a comprender que Evita ya
había penetrado los corazones, los sentimientos y la historia del pueblo de su
patria. No fue un capricho del destino, sino que la Historia se valió de la
contemporaneidad de su existencia para reparar su deuda con la justicia social.
Eva Perón, como se la conoció en los
últimos años; Evita, como “los cabecitas negras”, “los descamisados”, su
pueblo, la bautizaron, nació en Los Toldos, Provincia de Buenos Aires, un 7 de
Mayo de 1919. “Ella, su madre, Juana Ibarguren y sus cuatro hermanos formaban
la familia de Juan Duarte, que falleció
cuando Evita tenía escasos siete años. En esa época, la familia se traslada a
Junín, donde Evita permanecerá hasta 1935”.
Con tan sólo 15 años decide mudarse a
Buenos Aires, siente la necesidad de conocer otros lugares y proyectar su vida
y sus sueños, buscando convertirse en actriz. “Sola, sin recurso ni educación
se enfrenta a un mundo hostil, cuyas reglas desconoce”.
El triunfo comienza a regodearle el corazón. Logra “destacarse como
actriz de cierto renombre, pese a la falta de mayores talentos teatrales y
encabeza un programa radial de superlativa audiencia en aquellos albores de la
radiofonía”.
Pero era otro el escenario que la estaba
esperando. En un festival solidario, en
el Luna Park, que la comunidad artística había organizado en beneficio de los
damnificados del terremoto de San Juan, en 1944, Eva Duarte tiene la oportunidad
de conocer al Coronel Juan Domingo Perón.
Las causalidades históricas comienzan a
diseñar páginas de una transcendencia memorables. Dos años más tarde Evita será
la esposa del nuevo presidente electo de
los argentinos. A partir de entonces su vida fue un aluvión de realizaciones.
Fue el alma vibrante de una transformación social sin precedentes.
Incontenible en su empuje, indomable en
su rebeldía revolucionaria, desde una
ONG, la Fundación
que llevó su nombre, tuvo conciencia de su irrenunciable rol. La luces del
nuevo escenario tomaron otro recorrido el “del territorio de la patria para ir
a ver en cada casa, en cada lugar, el problema que ha de solucionarse de
inmediato (…) se inicia la hora de la dignidad por medio de la justicia social”,
expresaba Evita al inicio de aquella magnifica obra.
“El trabajo que hacemos no es
filantropía, ni es limosna ni es solidaridad, ni es beneficencia. Ni
siquiera es ayuda social, aunque por
darle un nombre yo le he puesto ése… Para mí es estrictamente justicia”,
expresaba quien decididamente había abrazo la “bandera de los humildes”.
La Fundación selló con su
accionar infinidad de obras a lo largo y lo ancho del país. Fue una tarea sin
límites. Se adelantó en la acción a todas las reivindicaciones que posteriormente
quedarían enmarcadas en la Reforma
Constitucional de 1949. Generó un genuino Modelo de Inclusión
social.
“Mi único enemigo es el tiempo”, había
manifestado Evita en su lecho que la postró hacia final de su intensa carrera, a
unas compañeras de la
Fundación que la visitaban, “ustedes deben ser ese tiempo que
a mi me falta y continuar esta tarea”.
El pueblo que la conoció, el pueblo que
la amó, más allá de las argucias del destino, supo que un país distinto era
posible. Esa había sido la apasionante razón de su vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario