A la memoria de Jorge Atilio Gramuglia
El bollo de arcilla se quedó esperando.
Durante todo el amasado había estado expectante, ansioso. Suponía que al final
del trabajo se transformaría en un atractivo cacharro o utensilio aborigen pero,
el tiempo transcurría y su formato no cambiaba. Las musas, esa metáfora que
fabulamos para referirnos a la inspiración artística, rondaban el espacio desoladas. Esa mente que
tantas veces las había recibido y esas manos alfareras que habían diseñado infinidad de
modelos, esta vez no accedían, permanecían tiesas, indiferentes. El taller se
había silenciado. Atilio, el incansable palabrero y vocinglero “Gramuya”, había
decidido soñar infinitamente sin decir una sola palabra a nadie.
Seguramente para ese largo ensueño se habrá
llevado consigo su inacabable anecdotario “fierrero” con ruido a Chevrolet, también
ciertos formatos que esperaban turno para ser moldeados por la vena del
ceramista, un poco bohemio, otro poco culturista callejero, filósofo de voces
cotidianas propiciadas en las incansables mateadas que solía enhebrar en su recorrida,
casi metódica, peregrina, por lugares amigos, repetidos pero, siempre actualizados
por “la academia” de sus charlas, con esa “novedad” de cada día, la que surgía de
ese personaje ocurrente que ponía en escena, a través de todo el bagaje que él
contenía y lo acompañaba como un aura fiel que le hacía el aguante sin
quejarse.
También se habrá llevado consigo el último
suspiro melódico de ese acordeón con el que se mimetizaba en un juglar sin formalidades o el animador de cantarinas y sobremesas,
bailantas improvisadas o la “victrola” viviente sin pausa y sin tiempo. Dueño de cierto histrionismo jocoso y
chispeante; alegoría de esa pantomima
existencial con que a menudo nos gambetea la vida a través de esos giros enigmáticos
de risa y llanto, facetas inevitables, como peaje necesario para seguir
estando.
En su
despedida trunca, en su apuro por marcharse sin aviso, existe algo insondable
que no pudo llevarse con él, aquello que felizmente nos queda y nos pertenece
en el universo de los sentimientos y el recuerdo. Tal vez, sea la milagrera
aparición que sólo se hará perceptible, cuando a la hora que era habitual, el mate,
“constantemente removido”, no tenga el
cebador infaltable, o cuando algún cacharrito terroso nos rememore al artesano
de guardapolvo gris, o alguna “verdulera perezosa” despliegue sus arrugues de acordeón en coloridos arcos
sonoros. Quizá sea, cuando notemos que
nos falta un voz para cantar ”la
Marchita”. Usted elija, compañero “Gramuya”.
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