lunes, 24 de junio de 2013

El artesano del guardapolvo gris



A la memoria de Jorge  Atilio Gramuglia


Por: Juan Carlos Mortati


    El bollo de arcilla se quedó esperando. Durante todo el amasado había estado expectante, ansioso. Suponía que al final del trabajo se transformaría en un atractivo cacharro o utensilio aborigen pero, el tiempo transcurría y su formato no cambiaba. Las musas, esa metáfora que fabulamos para referirnos a la inspiración artística,  rondaban el espacio desoladas. Esa mente que tantas veces las había recibido y esas manos  alfareras que habían diseñado infinidad de modelos, esta vez no accedían, permanecían tiesas, indiferentes. El taller se había silenciado. Atilio, el incansable palabrero y vocinglero “Gramuya”, había decidido soñar infinitamente sin decir una sola palabra a nadie.



   Seguramente para ese largo ensueño se habrá llevado consigo su inacabable anecdotario “fierrero” con ruido a Chevrolet, también ciertos formatos que esperaban turno para ser moldeados por la vena del ceramista, un poco bohemio, otro poco culturista callejero, filósofo de voces cotidianas propiciadas en las incansables mateadas que solía enhebrar en su recorrida, casi metódica, peregrina, por lugares amigos, repetidos pero, siempre actualizados por “la academia” de sus charlas, con esa “novedad” de cada día, la que surgía de ese personaje ocurrente que ponía en escena, a través de todo el bagaje que él contenía y lo acompañaba como un aura fiel que le hacía el aguante sin quejarse.



   También se habrá llevado consigo el último suspiro melódico de ese acordeón con el que se mimetizaba en un juglar sin  formalidades o el animador de cantarinas y sobremesas, bailantas improvisadas o la “victrola” viviente sin pausa y sin  tiempo. Dueño de cierto histrionismo jocoso y chispeante; alegoría de esa  pantomima existencial con que a menudo nos gambetea la vida a través de esos giros enigmáticos de risa y llanto, facetas inevitables, como peaje necesario para seguir estando.



    En su despedida trunca, en su apuro por marcharse sin aviso, existe algo insondable que no pudo llevarse con él, aquello que felizmente nos queda y nos pertenece en el universo de los sentimientos y el recuerdo. Tal vez, sea la milagrera aparición que sólo se hará perceptible, cuando a la hora que era habitual, el mate,  “constantemente removido”, no tenga el cebador infaltable, o cuando algún cacharrito terroso nos rememore al artesano de guardapolvo gris, o alguna “verdulera perezosa” despliegue sus  arrugues de acordeón en coloridos arcos sonoros. Quizá sea,  cuando notemos que nos falta un voz para cantar ”la Marchita”. Usted elija, compañero “Gramuya”.

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